Encinos, eran los árboles que dominaban históricamente las montañas de Guanajuato. Luego, al ser una zona minera, y la necesidad de la población por el combustible, los campos se fueron deforestando hasta quedar “pelones” en ciertas áreas. Y no lo dice el director de Medio Ambiente y Ecología, Francisco Peyret; lo indican diagnósticos de la Universidad Autónoma de Querétaro.
El estudio está desde hace más de una década. Y siguiéndolo dijo el director Peyret, para esta edición, es que su foco se ha fijado en integrar proyectos de organizaciones civiles a los de la Dirección, y así fueron de 80 hectáreas reforestadas con maguey—y árboles endémicos, entre lo que está el mezquite, acebuche, y huizache, ya luego vendrá el encino— a 1,000 hectáreas. Previo a que inicie la temporada de lluvia, la intención es llegar a 1,500 hectáreas reforestadas. Además, generando empleo temporal para 300 personas de las zonas, cuya compensación va de 1,250 hasta 1500 pesos, por semana.
Hoy, además de brindar empleo temporal para que los ejidatarios planten el agave y árboles, la Dirección de Ecología pensó “¿Por qué no? Vamos desarrollando turismo suave”, aquel que llena los sentidos, que conecta con la naturaleza, y que además brinda un empujón a la economía de los habitantes.
Desconocido
La realidad, es que nadie sabe ni cómo, ni cuando, se fundó el ejido de Los Toriles. Ahora viven Los Monzón, los Mosqueda, los Hernández. Y son justamente esas familias las que forman los pequeños núcleos de casas habitación que se ven salpicados por aquí y por allá. Tampoco saben, ni entienden por qué les tocó vivir “hasta acá”, nos dijo en una visita (junto a un grupo piloto) Héctor Mosqueda—27 años—que nos llevó por la ruta junto a Luis y Don Tomás.
Si no se tiene cita con un guía (ya en preparación) para llegar a Los Toriles, hay que buscar la entrada a San Lucas—sobre la carretera a Guanajuato—si uno se detiene en la primera tienda, y le pregunta a la dueña ¿en cuánto tiempo se llega a Los Toriles? Primero de reojo verá el auto en que uno va, y luego dará su cálculo “con esa camioneta, en una hora llega. Siga derecho, pase el puente y siga hasta llegar”. Habrá que pasar caminos rocosos, partes planas, otras de subida y bajada, hasta llegar a la cima en que podríamos pensar que no hay nada. Ya luego se ve que abundan las tierras preparadas para el cultivo.
En unos pequeños cuerpos artificiales de agua, se observan a la distancia abundantes burros, caballos y mulas, escenas dignas de una película del San Miguel real, del que estaba abandonado pero que hoy se busca poner en el mapa y que, con el turismo suave, se mueva la economía un poco. En el trayecto comenzará a cambiar la vegetación; de huizaches y mezquites a encinos. Y ya al ver esos árboles, es que se está llegando a Los Toriles.
Los que se quedan, son felices con lo que hay, por lo menos es lo que comenta Héctor. “Aquí la vamos pasando”. Pero sí está consciente de la belleza natural que guarda el ejido. Están las cuevas, por el arroyo, con unos tenues rastros de pinturas rupestres. Están los pozos del que cada mañana acarrean agua, y en subida la llevan en burro para almacenarla y mantenerla fresca—de hecho comentará que las mulas no son un caso fortuito, sino cruzas provocadas pues su resistencia es incomparable.
Perro la belleza del lugar se platica, se ve, se disfruta durante la caminata. Mientras el guía habla y presume lo que hay. “Trabajamos la tierra. De una hectárea podemos cosechar hasta una tonelada de maíz (para el atole, las tortillas, los tamales). ¿Frijol? Ese lo compramos”. Héctor continuaría, pero una escena singular capta la atención. En medio de la tierra seca, crece un árbol, ahí unas vacas se protegen del sol. A la distancia se ve La Mesa del Gato. El cerro en que los atardeceres son magníficos y que enmarca las pequeñas casas construidas en picada.
Entre el tepetate, que si se pone atención va cambiando de café al amarillo, hasta llegar a verde, crece el ocotillo—planta que, acorde a Francisco Peyret es una de las importantes en la restauración y preservación del suelo; amén de la filtración de agua, una de las plantas más resistentes. Y pronto, se encuentran los encinos, un cañón de ensueño, y agua cristalina que, puede beberse.
Subir, bajar, descansar, seguir. Si se tiene suerte, se podría ver hasta un armadillo, o un venado durante el recorrido por la naturaleza de Los Toriles; y al final, los visitantes comerán como locales en una casa del lugar, en esta ocasión la comida—arroz rojo, frijoles de la olla, queso de cabra, chicharrón en salsa roja, y nopalitos—fue preparada por la señora Concepción Hernández y sus hijas. Al final del día, una caguama valdrá el placer mientras que los caballos, mulas, y burros son arreados hacia el corral, porque “así es la vida del campo”.
La Joyita, Doña Juana y Pinallillo
Otro de los espacios en que ya está marcada la ruta (y que se acondicionarán en equipo con Turismo Estatal) es en Doña Juana. Ahí los ejidatarios trabajaron en el pasado con la organización El Maíz Más Pequeño, para la construcción de gaviones y presas filtrantes. Luego el municipio y el estado entregaron plantas para la reforestación, y material para el cercado. Hoy la zona está cuidada y protegida por los habitantes, y ya está abierta para que grupos independientes puedan visitar el espacio.
Entre El Pinalillo, del lado nororiente, y el Pedregudo está La Joyita, un espacio singular por su montaña colorada, sus encinos, magueyes y otras plantas endémicas. Ahí, donde vive Alex, Juanita, y Fernando, la ruta ya existe, y el guía es Fernando, un niño de solo 11 años que nació en la montaña, y conoce la zona como la palma de su mano.
Francisco Peyret sí fue enfático: el proyecto de turismo que se pretende consolidar es contemplativo; el recorrido debe ser para quienes amen y disfruten la naturaleza, que quieran beneficiar directamente a las comunidades.
Para realizar cualquiera de los recorrido, contacte a Julio Bernal—colaborador de Ecología. 5554527914.